Me sentía culpable de tener a dos personas que me querían tanto dispuestas a hacer lo que fuera con tal que yo dejara de ser una esclava y regresara a ser la persona viva que alguna vez había sido. Algunas veces se enojaban, perdían la paciencia, hasta se descontrolaban. Y yo, aunque me dolía, los entendía. Yo también estaba enojada, también había perdido la paciencia, también me sentía descontrolada. Pero yo tampoco sabía qué hacer. Yo tampoco entendía que quería esa voz de mí, ni porque me tenía como su esclava. Mucho menos sabía cómo me le podía escapar.
Muchas veces me enojé con mis papás. O insistían mucho y la anorexia me ordenaba que me enojara, o hacían cosas que me hacían quedar mal con ella y por las que yo pagaba los platos rotos.
Durante nueve años se equivocaron varias veces en la forma que me trataron de ayudar. En muchas ocasiones no pudieron controlar su frustración y dijeron lo que no debían. Incluso, deben de haber habido momentos en que perdieron la esperanza y creyeron que no había nada que podían hacer.
Sin embargo, sin darse cuenta, sin haberlo leído en ningún libro y sin que yo se los dijera, instintivamente durante los nueve años hicieron algo que nunca falló. Durante nueve años me demostraron cariño, me recordaron que no se enojaban conmigo, si no con la anorexia. Durante nueve años, por decepcionados y frustrados que estuvieran, al final del día entraban a mi cuarto, me daban un besito en la cabeza y me decían “te quiero mucho. Estoy enojada(o) con ese monstruo que ha secuestrado a mi niña, no contigo. Me haces falta, te quiero mucho”.
Y durante nueve años, sin darme cuenta y sin haberlo podido identificar, eso fue exactamente lo que me mantuvo a flote, lo que me ayudó a mantener un granito casi invisible de esperanza y lo que siempre me ayudó a recordarme que al ser libre nuevamente, tendría aliados esperándome con los brazos abiertos.